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¿La inteligencia artificial reemplazará al docente? 

Seccional: Nacional
Fecha de publicación: 27/10/2025

Crónica de una experiencia en clase

¿La inteligencia artificial reemplazará a la docencia? Entre quienes enseñamos, la pregunta se repite con una naturalidad impresionante que, a veces, parece una afirmación. En mi caso, he personalizado una inteligencia artificial para la clase y lo que sigue es el relato de lo que ha ocurrido después de dos años.

La reflexión ha nacido en el aula, en el curso Investigación, donde acompaño a los estudiantes de maestría y doctorado en la construcción de su proyecto científico como requisito de grado. El proceso se articula en fases: la formulación del problema, la justificación, los objetivos, la revisión de la literatura científica y, finalmente, la metodología. Todo se desarrolla mediante talleres que privilegian la escritura manual donde los estudiantes escriben a mano, piensan, comparten. Poco a poco, la hoja en blanco se convierte en el esqueleto de una idea científica.

El primer gesto del conocimiento es siempre manual. Antes de cualquier tecnología, está el trazo sobre el papel, la lentitud del pensamiento que busca forma. Los estudiantes escriben en silencio o dialogando, respondiendo preguntas tan simples como “¿qué tema me motiva?”, “¿por qué me interesa?” o “¿desde qué experiencia puedo hablar?”. De ese ejercicio, que parece menor, nace algo esencial que es el reconocimiento de sí como sujeto que piensa. Ningún algoritmo puede hacer ese trabajo. Esa escritura primera, imperfecta y sincera, inaugura la aventura intelectual.

Pero el aula no siempre basta. La parte presencial del crédito académico se vuelve insuficiente pues el tiempo corre más rápido que las ideas. No me gusta que los estudiantes salgan de clase con una lección escuchada, quiero que se marchen con un borrador de su anteproyecto escrito, tangible, imperfecto, vivo. Sin embargo, entre quince y veinticinco estudiantes, el seguimiento personalizado se convierte en una empresa titánica.

Fue entonces cuando decidí incorporar una inteligencia generativa, alimentada con el microcurrículo del curso, mis propias explicaciones y los criterios con los que evalúo cada apartado del proyecto. Convertí a la inteligencia artificial en una suerte de asistente pedagógico que comprendía la lógica y la gramática de mis clases —incluso intenté darle mi tono, y mis malos chistes— para orientar a los estudiantes en la formulación de preguntas de investigación, la redacción de objetivos cognitivos y la estructuración de justificaciones coherentes.

Tras su primera interacción, el asombro fue inmediato. Los estudiantes, sorprendidos, veían cómo sus textos eran analizados con precisión y recibían observaciones puntuales que les permitían mejorar. El aula se llenó de entusiasmo. Por primera vez, la corrección dejó de ser una sentencia y se transformó en un diálogo con la herramienta. La inteligencia artificial los iba guiando, ayudándolos a formular mejor sus problemas de investigación, porque ya comprendían los conceptos y podían detectar en sus propios escritos los lugares donde afinar, ajustar o incluso descubrir errores de planteamiento. Siempre alguien, entre risas —a veces nerviosas—, decía tras la primera interacción: “¡Perfecto, profe, solo imprimo y póngame el cinco!”. Y sí, en efecto, el tiempo de aprendizaje se acortaba, los errores se evidenciaban y las estructuras se ordenaban con una claridad que antes exigía largas horas de tutoría.

Pero la velocidad, aunque eficaz, no sustituye la lentitud formativa. He observado que la IA solo cobra sentido cuando hay un trabajo previo de pensamiento artesanal, cuando ya existe la huella de un sujeto reflexivo; he comprobado que los estudiantes aprenden más rápido solo después de haber aprendido a pensar despacio. Las veces que inician usando la IA se desmotivan porque no entienden para qué están ellos, ¡todo pierde sentido! 

Pasado el júbilo inicial —ese instante en que ven sus textos reformulados y ajustados con precisión—  aparece algo más profundo que es la necesidad de volver al profesor, de conversar, de contrastar la lógica del algoritmo con la sensibilidad del juicio humano. Los estudiantes quieren hablar para entender su experiencia cognitiva, incluso cuando se ha acelerado el aprendizaje técnico, la clarificación de conceptos y se ha fortalecido la escritura académica. Lo he comprobado semestre tras semestre cuando avanzamos en el siguiente bloque o hacemos la siguiente tutoría, necesitan el acompañamiento, la mirada atenta, el consejo que emerge del trato humano. La investigación -y toda la experiencia cognitiva-, al fin y al cabo, sigue siendo una experiencia de incertidumbre, de búsqueda, y eso pertenece al dominio de lo humano. El conocimiento parece sólo racional, pero no lo es, habita en un cuerpo, con unos valores, con ideologías, con necesidades biológicas, con sueños, con preocupaciones, con deseos. 

Por eso, cuando escucho la pregunta sobre si la IA sustituirá al docente, respondo con otra: ¿cómo podría sustituirse la presencia que enseña a pensar antes de producir? Yo veo que la inteligencia artificial, bien usada, no suprime al maestro, lo proyecta. Y quizás esa sea la verdadera revolución pedagógica, aprender a combinar la lentitud y profundidad del pensamiento con la velocidad de la máquina.

De cualquier manera, estoy convencido de que la conjunción entre lo artesanal y lo digital ya redefine el aula en múltiples dimensiones, y que será necesario impulsar una verdadera “revolución de los currículos” más temprano que tarde. No para rendirle culto a la tecnología, más bien para reconciliar la educación con el tiempo en que vivimos. 

Una verdadera revolución curricular no consistiría en agregar más asignaturas sobre IA o llenar las mallas con herramientas digitales. Sería, más bien, una transformación de la pedagogía en su núcleo, digamos, pasar de enseñar información a enseñar discernimiento, de evaluar memoria a evaluar criterio, de trabajar con textos cerrados a trabajar con sistemas abiertos donde la duda, la comparación y la lectura crítica sean la nueva alfabetización. Lo más desafiante, sin embargo, será abandonar la figura del profesor como guardián del archivo para asumirlo como el arquitecto de una experiencia de aprendizaje que combine el pensamiento profundo, la lectura detenida y el análisis complejo —ese ejercicio que involucra tanto el cerebro como el corazón humano— con la exploración asistida por máquinas.

La docencia del futuro —si queremos llamarla así— no necesitará menos humanidad, sino mucha más. El verdadero desafío será sostener la profundidad y la lentitud en medio de la velocidad, preservar la voz en medio del ruido, y recordarle a los estudiantes que la tecnología no piensa por ellos, solo los invita a pensar con más herramientas y perspectivas. Y eso, estoy convencido, solo será posible con más acompañamiento. No podemos quedarnos solos contemplando las prótesis digitales! ni los profesores, ni los estudiantes, ni la educación misma pueden quedar a la deriva de la sociedad de los pixeles.

Por: Gabriel Andrés Arévalo-Robles
Director Nacional de Investigaciones 

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